La primera vez que visito una ciudad no occidental, tan solo podíamos:
Perdernos (nada más llegar, con guía incluido) en la enorme cantidad de callejones sin salida (en uno de los cuales estaba el Riad en el que nos alojábamos). Callejones que podríamos definir como negación de la calle. No tienen ni salida ni continuación. No sirven a un interés público sino a un interés privado, a un conjunto de casas en cuyo interior penetran para darles entrada.
Entrada del callejón que daba acceso al Riad
Comprar en las tiendas que se alinean en infinidad de calles contiguas, cubiertas o descubiertas, que forman los zocos; llenos estos no solo de tiendas y talleres donde trabajan de manera artesanal, sino de colores, aromas, ruido, trasiego...
Comprar en las tiendas que se alinean en infinidad de calles contiguas, cubiertas o descubiertas, que forman los zocos; llenos estos no solo de tiendas y talleres donde trabajan de manera artesanal, sino de colores, aromas, ruido, trasiego...
Comer en la infinidad de puestos que llenan la plaza, plaza de una tamaño sorprendente, de una escala nada mediterránea (más aun si comparamos con los callejones que te conducen a ella) y disfrutar del espectáculo nocturno que es en sí ella misma.
Comprobar como Marrakech se convierte por tanto en una ciudad secreta, recóndita, una ciudad que no se ve, compuesta por una agregado de casas que no revelan desde el exterior ni su forma ni su importancia, donde sus calles no es que sean irregulares o confusas, es que son otra cosa.
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